En viaje (por el barrio): una visión insólita

Quien camina a diario por su barrio y lo hace con mirada atenta viaja como auténtico viajero, curioso y admirado. Cada mañana la caminata habitual es una nueva excursión por espacios y momentos nuevos, como si el caminante se aventurara en territorios distantes y tiempos remotos que, de cuando en cuando, sorprenden con algo insólito.

Fue el caso--realmente inusitado, por ajeno al barrio--de lo sucedido uno de estos primeros días de primavera, pródigos en novedades. Un suceso admirable por lo evocador de un viaje muy anterior a tierras de veras distantes.

Al doblar una esquina en la que reverdecían unos crespones que en verano serían un esplendor rosado, el caminante se topó con la figura inverosímil--por cierto inesperada--de un monje budista, de carne y hueso, ataviado de su toga color azafrán. 

Era, como esos monjes vistos años antes, en tiempos de aventuras extranjeras, en las calles de una ciudad del Asia, un muchacho que, frente a la puerta de una casa, esperaba, sosteniendo con ambas manos un caso de barro para su limosna.

Bella visión concreta y real que, por un momento, pareció ser sólo la evocación de algo que, aparentemente olvidado, se había mantenido en callado recuerdo, en permanencia emotiva de la memoria, como queda en el espíritu tanta experiencia vivida en viajes a tiempos y lugares transformadores.

Recobró, entonces, el viajero el recuerdo de esos bellísimos wats de otro mundo y sus aires de dorado polvo iluminado.