Escribir, como todo acto creativo, es físico, corporal, sensual incluso. Es un ejercicio en que participa el cuerpo entero, hasta sus fibras más íntimas: el soma, que los dualistas separan del espíritu, como para degradar las funciones más luminosas (para nada numinosas), de su materia viva, de su biológica composición---si individualmente perecedera---eterna en la multitud y la historia.
Cada gesto creativo es vivo, palpita con el pulso de la mano que el cerebro mueve, vibra en el nervio con el impulso electroquímico del deseo y el ensueño. Toda creación es materia activa: alas que el aire agita, las imágenes, las melodías, las palabras. Toda acción creativa se mueve en el tiempo de lo vivo: palpitar de la experiencia, continuidad del verbo transmutado en verbo siglo tras siglo, milenio de la voz que nunca calla, el clamor multitudinario de la creación humana. De lo que somos.
Ceniza que a la ceniza vuelve es el cuerpo. Ardiendo en la conciencia de sí mismo: vive y se quema: se autoinmola. Siente y se siente palpitar: piensa. Sabe que existe, que es materia viva, intrascendente, limitada a ser lo que no puede ser sino el ser finito, el que se engendra y se acaba---se consume---a cada instante en el instante de una vida.
Si se ha de crear se lo ha de hacer contra el tiempo, a contracorriente, nadando a músculo herido, apartando las aguas a manotazos, mordiéndose lengua y labios en el esfuerzo del que sobrevive a toda costa en el caudal que ha de vencerlo al fin: cuerpo rendido, ya sin palabra, tendido en las arenas.
Quien escribe, nada. Somormuja, bucea en las aguas más hondas y agitadas, se arriesga al cansancio y a la asfixia. Cuerpo activo que discierne en la piel la caricia de la corriente, el tibio masaje del agua que lo abraza, la garra del torbellino y el calambre; que admira la transparencia de la ola que lo alza contra la luz, la quietud sumergida del translúcido remanso, y tiembla ante el fragor de la marea embravecida.
O trata de volar quien ilusamente escribe. Se alza en el sueño, equivocado. Como si en el sueño pudiera haber un ángel de alas ilusas, imposibles. Como si escribir pudiera darse en la nada, en la inventada entelequia de un espíritu trascendente. Obtusa invención del empíreo.
Con el cuerpo es que se escribe. Porque no es posible escribir sin los instrumentos de la escritura, incluídos los que el propio cuerpo del que escribe aporta: ojos y manos, codo del brazo que apoya la cabeza, boca que descifra la enredada voz de la caligrafía, cerebro que todo lo combina: mente encendida, sensual arrebato.
Escribir es un oficio manual, una forma de orfebrería.
Quienes nos iniciamos al hábito de escribir a diario en los años previos a, ya no la maravilla de la electrónica, sino a la invención del bolígrafo más simple, tenemos una dependencia física y emocional del papel de diversas texturas—cuadernos y libretas--, de la pluma fuente y sus caprichos, de la tinta y su aroma, del lápiz de grafito y su sabrosa madera. Manos, ojos, nariz, boca y oídos los gozan en el acto de escribir, acto sensual que a la mente motiva e inspira.
Se nos enseñó a escribir copiando, con pluma de palo empapada cada tanto en el tintero de loza, lo bien escrito por otros, los maestros. Letra a letra, la caligrafía engorrosa de la plumilla ya demasiado cargada de tinta, ya reseca, iba llenando con palabras imitadas, línea a línea, las planas que, cada vez mejor escritas, se amontonaban, cuaderno a cuaderno en esa acumulación de papeles cuyo encanto los invisibles directorios digitales no alcanzan---ni nunca alcanzarán---a reproducir.
La copia fue disciplina diaria. De ella, de ese cotidiano inclinarse sobre el pupitre levemente inclinado como los viejos facistoles de monjes escribas, fue surgiendo el encanto de la palabra escrita que trasciende a tinta y nace del susurro de la pluma que desde el silencio de la tarea meticulosa convoca a la mirada la letra manuscrita que va apareciendo en el papel como surgida de la nada. Palabra también creada en el murmullo del que al leerla la dice y casi al instante la repite al transcribirla. Sabor de la palabra, belleza visual de la caligrafía, complejo filigrana descifrable.
Casi sin darnos cuenta fue esa monótonamente inspiradora disciplina la que nos llevó de copiar las palabras de otros---las ajenas---a generar las propias. Maravillosa experiencia de lo inesperado. Visto el milagro sorprendente la sorpresa entabló su dominio. Para siempre. Ya no fue posible el silencio ni el mundo sin palabra escrita. La disciplina diaria de escribir y murmurar lo escrito dejó de ser una mecánica aparentemente inane para transformarse en el deleitoso ejercicio de inventar trazando arabescos personales en el papel en blanco. Papel que, cubierto de palabras, se archiva y guarda en el creciente tesoro de lo que se volverá a leer—acto también sensual---algún día.
La literatura es un ente material de complicadas y sensuales formas.