En viaje: el café de entonces
Fue este “Café de Sam y Ennio”, donde escribo como solía hacerlo, un lugar de encuentros. Lo es todavía, aunque no parezca ser el mismo, salvo por el nombre. El paso del tiempo lo ha modernizado; pero aun así, hemos quedado en juntarnos aquí de nuevo después de tantos años sin vernos.
Ordeno algo para beber mientras espero. A propósito he venido demasiado temprano, para sentir que el encuentro es casual, como solían serlo, y no acordado. He querido esperar como esperábamos.
Ya no sirven–con decepción he comprobado–el mismo Martini seco de mi hábito de entonces, ni han oído hablar del jerez de mi preferencia (me mira confundido la mesera cuando lo ordeno); me conformo con un amargo de marca para mí desconocida y sabor vagamente aceptable.
Mal se hace al comparar–ya lo dijo Cervantes–y hago mal al comparar este momento y este lugar con el lugar y los momentos del pasado. Es odiosa toda comparación–lo dijo el sabio–y no lleva–lo sé–a nada bueno.
A medias me conformo también con mis nostalgia. El aroma del café, el ruido de tazas y platillos, cubiertos y cristales; las conversaciones en el dialecto local–casi olvidado–de acento desleído; el trajín de las meseras, evocan, sin necesidad de comparar, porque no han cambiado para nada, lo esencial de la circunstancia: su permanencia.
El público, aunque son otras las personas que hoy ocupan las mesas, es el mismo: no ha cambiado. Ni ha de cambiar aunque se sucedan las décadas, los siglos. El público es, ha sido y seguirá siendo el mismo: la gente ociosa que frecuenta el café de los encuentros fortuitos y las tertulias espontáneas. La misma gente que fuimos y fueron; los mayores, definitivamente ausentes e incluso olvidados.
Toda tradición se apoya en la ausencia y bordea el olvido. Se sostiene en el hábito heredado y asumido sin pensar, sin advertir tampoco el lento y sutil proceso de transformación de lo que se siente imperecedero. Están algunos nombres–en este caso “Café de Sam y Ennio–para sustentar el hábito en el tiempo, el proclive a las demoliciones.
Quien vuelve de ayer al local que hoy lleva todavía el nombre de lo imperdurable, se inclina, –sin cordura– a recordar e, inevitablemente, comparar tristemente el hoy–su contundente realidad–con esa vaga ficción onírica del pasado. Sabe que no debería comparar diamantes con guijarros, fantasía con realidad.
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