Para unas "Memorias de la vanidad"
“Vanidad, con las alas dorados”—canta el bolero—y continúa
con unos malos versos sentimentales que echan por el suelo el intento de
vuelo que ese primer verso pudo tener. Dorado vuelo del ave vanidosa, de
plumaje ostentoso y falso: puro brillo aparente.
Quien puede abstraerse de tal equívoco
invite a lo sublime. Es nuestra ley de humanos, nuestro destino, ofuscarnos.
Recipientes de la llama que el semidiós robó a los dioses, nos afana lo
deslumbrante. Así, el vuelo coruscante del ave pasajera de enormes alas de oro
nos eleva, encandilados, al riesgo del engaño.
La vanidad nos alza en vuelo. Ícaros ilusos que aspiramos a
alcanzar la lumbre total, el propio sol que nos quema las alas, nos arriesgamos
inútilmente. Más que ascender, caemos. Caemos en la trampa del autoengaño.
Sin llegar a la exageración del cohelet, que desde su fervor
dogmático lo vuelve todo vanidad por denigrar lo humano, se ha de admitir que
nos confunde lo equivocado; que en la demasía de la aspiración y el deseo, que
en el entusiasmo de lo extraordinario nos condenamos al remordimiento que,
tarde o temprano nos muerde los talones en la huida.
Vencida la vanidad,
desplomados con ella desde lo alto, caemos en la cuenta del engaño. Al menos
los que por un momento, al cerrar los ojos encandilados, ven al fin de veras.
Mirar require de un espíritu encendido de su propia brasa,
la que se esconde bajo las cenizas, el rescoldo del fuego que ardió
enceguecedor y vivo, equivocadamente vivo de ilusiones.
Mirar y ver son actos
de rebeldía, repetición del primero, el primer pecado, orígen de la humanidad y
su sufriente historia del enfrentamiento con la ceguera impuesta y su obligado
acatamiento de una realidad de apariencias que convocan a la vanidad y su
suntuoso vuelo de tornasol.
Quien se detiene a mirar, desengañado de ascensos sin
sentido, puede ver debajo de las piedras, entre los intersticios de los
mármoles monumentales—templos de la vesania, palacios de la avaricia y su
poder, fortificaciones del odio—y entre las telas oscuras de su propio
laberinto interior.
Puede ver lo que se prefiere escondido. Y ya no hay vanidad
que valga: se le impone la humildad de lo certero.
Y es con tal certeza con la que debiera el que ve mostrar lo
visto. Sean las suyas memorias—evocación repensada--de la vanidad.
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