De "Memorias de la vanidad": Sensualidad de la escitura
Escribir es un ejercicio en gran medida físico, como es
física--corporal, sensual, por cierto--toda actividad y toda experiencia
humana. Ceniza que a la ceniza vuelve es el cuerpo ardiendo en la conciencia de
sí mismo: vive. Siente y piensa: sabe que existe, que es materia viva. Quien
escribe lo fundamenta. Porque no es posible escribir sin los instrumentos de la
escritura, incluídos los que el propio cuerpo del que escribe aporta: ojos y
manos, codo del brazo que apoya la cabeza, boca que descifra la enredada voz de
la caligrafía, cerebro que todo lo combina: mente encendida.
Escribir es un oficio manual, una forma de orfebreía.
Quienes nos iniciamos al hábito de redactar a diario en los
años previos a, ya no la maravilla de la electrónica, sino en lo anteriores a
la invención del bolígrafo más simple, tenemos una dependencia física y
emocional del papel de diversas texturas—cuadernos y libretas--, la pluma
fuente y sus caprichos, la tinta y su aroma, el lápiz de grafito, de sabrosa
madera. Manos, ojos, nariz, boca y oídos los gozan en el acto de escribir, acto
sensual que a la mente motiva e inspira.
Se nos enseñó a escribir copiando--con pluma de palo
empapada cada tanto en el tintero de loza--lo bien escrito por otros. Letra a
letra, la caligrafía engorrosa de la plumilla ya demasiado cargada de tinta, ya
reseca, iba llenando con palabras imitadas, línea a línea, las planas que, cada
vez mejor escritas, se amontonaban, cuaderno a cuaderno en esa acumulación de
papeles cuyo encanto los invisibles directorios digitales no alcanzan a
reproducir.
La copia fue disciplina diaria y de ella, de ese diario
inclinarse sobre el pupitre levemente inclinado como los viejos facistoles de
monjes escribas, fue surgiendo el encanto de la palabra escrita que trasciende
a tinta y nace del susurro de la pluma que convoca del silencio a la mirada la
letra manuscrita que aparece en el papel como surgiendo de la nada. Palabra
también dicha en el murmullo del que al leerla la dice y casi al instante la
repite al transcribirla. Sabor de la palabra, belleza visual de la caligrafía,
filigrana descifrable.
Casi sin darnos cuenta fue esa monótonamente inspiradora
disciplina la que nos llevó de copiar las palabas ajenas a crear las propias.
Maravilla de lo inesperado. Visto el milagro sorprendente la sorpresa entabló
su dominio. Para siempre. Ya no fue posible el silencio ni el mundo sin palabra
escrita. La disciplina diaria de escribir y murmurar lo escrito dejó de ser una
aparente mecánica para transformarse en el deleitoso ejercicio de inventar
trazando arabescos siempre nuevos en el papel en blanco. Papel que, cubierto de palabras, se
archiva y guarda en el creciente tesoro de lo que se volverá a leer—acto
también sensual--un día.
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