El artificio de la escritura / The artifice of writing


sábado, 18 de julio de 2015

Reporte de viaje: 8. El distrito de los lagos

Si bien mi bisabuelo ejerció como arquitecto en Manchester, en cuyo centro, como ya lo dije, todavía está en pie--como tantos otros del período victoriano--, el edificio en el que tenía su oficina (en la foto), su ciudad de origen es Grasmere en la región de los lagos (the Lake District), al norte de Manchester, famosa por los poetas románticos relacionados con ella.

Dediqué un día a visitarla.

Siguiendo las instrucciones de Lesley tomé en Picadilly Station, temprano en la mañana, a las 7:45, un tren que iba a Escocia. Al comprar el boleto me entregaron mi itinerario, con las estaciones donde tenía que hacer transbordo y el horario de cada tren. Lo único que no indicaba era el andén correspondiente. Con la calma del que sabe lo que está haciendo, que es la respetuosa calma de los usuarios de tan bien coordinado servicio de conexiones que lo llevan a uno por todas partes de Inglaterra, tomé mi tren en Manchester, me bajé en Oxenholme a la hora indicada en el itinerario, y a los pocos minutos, tal como lo indicaba mi plan de transbordos, tomé el tren a Windemere, donde tomé un bus para llegar a Grasmere, pasando por Ambleside.

Todo este trayecto, que no tomó más de dos horas, se cumple dentro de una región que a poco de dejar Manchester se vuelve montañosa: los montes Pennine. Ni trataré de describirla. Los campos ingleses, verdes y floridos, con grupos de vacas, ovejas y caballos en prados inclinados; las tupidas arboledas, con árboles en flor que no sé nombrar y debí haber averiguado cómo se llamaban, las granjas, los pueblos, todo tiene ese aire de paisaje bucólico al que nos acostumbraron precisamente los paisajistas ingleses.

Y qué se puede decir del placer tan grato que da viajar en tren, esa forma de transporte que por suerte Inglaterra mantiene todavía en uso. Podría uno extenderse largamente en comentar las virtudes del viaje en tren y expresar las nostalgias de tanto viaje--por cortos que hayan sido--que uno ha cumplido desde los años de la infancia en diversas tierras lindamente vistas desde la ventanilla de un tren suavemente cimbrado en su carrera.

Los buses, que salen regularmente de la estación del tren, evitando así la aglomeración de viajeros que vienen en ordas turísticas a visitar uno de los puntos más recomendados de Inglaterra por su belleza y su tradición literaria. Siguen un camino rural junto al lago que lleva a las varias pequeñas ciudades construidas desde muy antiguo en las lomas que rodean a los varios lagos.












Desde luego que opté por sentarme en la parte alta del bus, desde la que se tiene una vista mejor del camino y del paisaje.

El sector es pintoresco, con su paisaje montañoso, sus vistas del lago, sus casa antiguas y sus jardines. Es una región turística, como toda región hermosa; pero a pesar del gentío, que se congrega, claro está, en las tiendas de baratijas, en los restaurantes y cafés, en los muelles para abordar los barcos que hacen paseos por el lago y en los diferentes lugares de entretención--pseudo museos, tiendas, juegos electrónicos y demás pasatiempos típicos de todo lugar turístico--que los visitantes necesitan para divertirse porque la delicadeza del paisaje y de los pueblos no logran entretenerlos, me propuse no incomodarme.

Me dediqué a caminar y a ambientarme. La ya inevitable toma de fotografías me detuvo un centenar de veces, distrayéndome de la contemplación. Si tomar fotos tiene la virtud de obligar al ojo a ver con más atención, la necesidad de tomar las más fotos que sea posible en el corto tiempo que se tiene como viajero de paso le roba a la experiencia parte del goce de apropiarse, aunque sea por unos minutos, del espacio ajeno en que se busca lo propio.

Para mí, esas horas caminando por el pueblo donde nació y creció mi bisabuelo, sus padres y sus abuelos, tuvo un carácter especialmente emotivo, algo así como un religioso ritual de reconocimiento, esa emoción que nos lleva a sentir que no somos más que un eslabón de una cadena que ata un pasado ignoto con un futuro igualmente desconocido.

Nunca habrá pensado mi bisabuelo adolescente que algún día, un siglo después, un descendiente suyo miraría los mismos montes, los mismos lagos, los caminos, las casas, las nubes que él conoció y amó con el cariño que seguramente mantuvo hasta su muerte en tierras ajenas que adoptó y quiso como emigrante; y no se le habrá ocurrido en el más fantástico de sus sueños de muchacho que la memoria de mis ojos combinaría en su tierra natal dos paisajes familiares para sus propios ojos.


Dedicado por completo a mi peregrinación casi no me di cuenta de la gente, tal vez porque mis paseos fueron por lugares y rincones que al gentío no podía interesarle. Incluso mis fotos los esquivan al punto de que no aparezca en ellas ni una sola persona del millar que pululaba por para mí tan sagrado territorio.





En el viejo cementerio de la iglesia de Grasmere, no lejos de la tumba de uno de los más famosos poetas románticos de la región, William Wordsworth, hay una lápida que marca el lugar donde está enterrado el arquitecto que fue el abuelo, por parte de madre, de mi bisabuelo y con quien probablemente hizo éste su aprendizaje de arquitecto, como se lo hacía en ese entonces. La profesión de su padre era otra: la sastrería porque era un Master Tailor.





































1 comentario:

Anónimo dijo...

Definitivamente se nota que Inglaterra fue el imperio más grande en la faz de la tierra.

El barón