El artificio de la escritura / The artifice of writing


sábado, 18 de noviembre de 2023

En la terraza, al sol


Decrépito, al viejo lo sientan al medio día en una de las poltronas de mimbre--nada cómoda--de la terraza frente al mar. Esa terraza que él mismo diseñara, décadas atrás, cuando desde ese punto en lo alto de la loma, que él tan bien había elegido para construir su casa, se podía contemplar el amplio panorama que abarca desde las distantes cordilleras al sureste hasta el infinito del mar de terso horizonte esfumado en la distancia hacia el noroeste. 

No pudo imaginar entonces que la ciudad, que había despreciado--corte indecente--, aún contribuyendo con sus obras a engrandecerla, invadiría con los años de crecimiento desmesurado su retiro en la que había sido escondida aldea de pescadores y bloquearía con altas, vulgares moles de promiscua habitación colectiva el que por años consideró su paisaje personal. 

Bastante se había quejado del asunto mientras tuvo las energías para hacerlo.

--Por suerte no ve más allá de sus narices el abuelo.

--Ni recuerda lo que fue esta casa.

--Si ni ve ni oye ni se acuerda de quien es ni de quien fue ¿por qué no se muere ya de una vez por todas?

--No digas barbaridades.

--Vivir cien años es demasiado. Un acándalo, un abuso. ¿No dicen que no hay mal que dure tanto?

Sentado allí, mirando nada, el viejo hace pensar --lo dice uno de ellos--en esas momias vivas de algunos monjes budistas determinados a alcanzar la eternidad del que no muere. Una momia arrebujada en la ropa más cara y fina, que fue la que usó exclusivamente cuando se movía y hacía de las suyas.

Había dejado de moverse, así, de un momento a otro y por decisión obstinada, el día de su centenario, cuando la familia lo celebraba. Y lleva así, catatónico, un par de años. Quieto en su silencio pasivo de sordo y ciego.

--Las diría aunque me oyera. Es lo que todos ustedes también piensan. Ya es mucho hacernos esperar. ¿No les parece?

Él, que se ha hecho el sordo todos estos años, los escucha y se ríe por dentro. Que hablen todo lo que quieran: le da gusto saberlos molestos con él y su persistente apego a la vida. Es una de las dichas de estar viejo, porque viejo no lo es ni lo será jamás, ver el disgusto de los herederos. Que rabien, que harto lo hicieron rabiar, hijos y nietos, en su momento, cuando rabiar podía. 

Sordo no está, pero se conforma con su ceguera e incluso la agradece. Sentado hora tras horas en la terraza en que por suerte lo abandonan-- lo dejan solo toda la tarde hasta que el frío del aire anuncia la noche--no ve los edificios vulgares que obstruyen la vista del panorama y puede, en cambio, ver en el recuerdo--donde no es ciego--el paisaje que creyeron arrebatarle. Ese paisaje de montes y mar que solo existe para él, el exclusivamente suyo, el que ha de seguir contemplado desde su terraza para siempre. 

Está a un paso--lo sabe--de ser eterno. 




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