La caída
--No me dan las fuerzas--piensa o dice, y se desploma.
El cuerpo rueda unos metros por la pendiente hasta unos pasos del precipicio. Lo detiene con un golpe seco un tocón reseco de sequías milenarias. Allí queda, en posición absurda y dolorosa: un diminuto ser baldado en medio del universo ajeno a su suerte.
El paisaje inmenso—se diría a sus pies si en pie estuviera—lo abruma con su impávida grandeza. Está solo ante él, sumiso en su parálisis de huesos rotos.
Se había desmayado, tal vez, de tan cansado como iba—deshidratado—siguiendo a ciegas un sendero-el más definido--cerro arriba. De cuál cerro de tantos se trataba no lo sabía. Probablemente había estado ascendiendo hacia la cumbre equivocada.
Y ahora, derrumbado al borde de la huella que nadie sigue, tiene que admitir que su error no había sido perder el rumbo y ascender en la dirección opuesta a la que debía haber llevado, sino el haberse dejado engañar por sus propias fantasías.
Desde donde ha quedado, mal acomodado por la caída, puede establecer su ubicación y saber que es improbable, o más bien imposible, esperar ninguna ayuda.
Se había apartado, a propósito, de los senderos más transitados, los que llevan sin mayores dificultades a la ermita de la cumbre más alta del sector--la llamada en las guías turísticas “La Peña de Zoroastro” y conocida desde antiguo como “La Cumbre del Loco”, o simplemente como "Cerro del Santón"--, objetivo de innumerables y constantes excursiones desde tiempos remotos, cuando un grupo de extranjeros de estrafalaria apariencia, la ascendieron recogiendo en el camino piedras y matas, insectos y lagartijas.
Por evitar la ermita de los ascensos pseudo místicos de las multitudes que la visitan los fines de semana; por darle un mentís al valor de tal peregrinaje; por fundar su propia hazaña había optado por la ruta casi invisible del desuso: la no recomendada por difícil, la que a lo mejor llevaba a las ruinas milenarias de que hablaba el loco del pueblo, el que decía haberlas encontrado.
Buscándolas por darles veracidad se había extraviado entre las cumbres que contempla ahora y se le esfuman en la neblina luminosa del sueño que lo gana y lo precipita en la auténtica caída.
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