Reporte de viaje: 11. Ultimo día en Manchester
Sabe el viajero, conocedor como pocos del
tiempo y su fluir, que no hay estadía permanente, que toda visita, todo estar
en un lugar ajeno, llega a un término.
Mi último día en Manchester fue de
despedidas.
Por la mañana, demasiado temprano para
hacer nada, caminé por las calles del centro, a esa hora casi sin gente.
Cuando el ajetreo del público, que apareció en gran número como desde ninguna parte o surgió de tranvías, buses, portales y bocacalles, me hizo saber que la ciudad ya había despertado, me senté a desayunar no el desayuno inglés de huevos, tocino, salchichas, tomate frito, papas y frijoles que me había arriesgado a comer, como deber turístico, una mañana anterior, sino solamente una taza de café y unas tostadas.
Fui luego a visitar el museo de arte.
Cuando el ajetreo del público, que apareció en gran número como desde ninguna parte o surgió de tranvías, buses, portales y bocacalles, me hizo saber que la ciudad ya había despertado, me senté a desayunar no el desayuno inglés de huevos, tocino, salchichas, tomate frito, papas y frijoles que me había arriesgado a comer, como deber turístico, una mañana anterior, sino solamente una taza de café y unas tostadas.
Fui luego a visitar el museo de arte.
Habiámos quedado con Lesley y John de
vernos en la cafetería para almorzar.
Del museo recuerdo haber advertido que no
pocas de las obras en exhibición, así como el edificio mismo, eran de
contemporáneos de mi bisabuelo, artistas regionales que fueron jóvenes como él
en los años en que se desempeñó como arquitecto en Manchester. En mi
imaginación lo vi compartiendo con más de alguno de ellos esa incomparable e
irrepetible amistad de la juventud, la que probablemente habrá evocado más tarde en su
madurez chilena. Como todo emigrante habrá tenido sus ramalazos de nostalgia.
Al almuerzo me serví un delicioso pastel de pescado, cuyas varias posibles recetas fuimos discutiendo con Lesley--mientras comíamos el que era nuestro almuerzo de despedida—como ha de hacerse cada vez que se come a gusto y se aprecia en el acto el arte de cocinar.
Conversamos de la ciudad, de sus arquitectos, de mis antepasados.
Ya a punto de partir intercambiamos regalos. Yo le di un ejemplar firmado de mi novela en inglés, en la que la figura del abuelo tiene algo de la mítica imagen que yo tuve de niño de ese bisabuelo que vine a reencontrar setenta años después; ella, una carpeta con todos los documentos relacionados con mis antepasados y el árbol familiar.
Los acompañé a su auto y allí nos despedimos definitivamente en un silencio de ausencias que ni el motor del auto al echar a andar calle abajo pudo romper.
Bastó un gesto de manos. Nos volveremos a
ver, supongo.
El resto del día fue recorrer la ciudad
de nuevo para grabarla en la memoria con su cielo y su aire, su luz y su espíritu.
Yendo por la Princes Street di con una
calle peatonal que no había visto hasta entonces, King Street, y en ella, entre
las pequeñas y elegantes tiendas—varias de ropa de hombre decididamente
tentadoras—encontré The Pen Shop, que en la vitrina ofrecía unas plumas nada de
caras. Como tengo por costumbre comprarme por lo menos una pluma y una libreta
en cada nuevo lugar que visito, entré. Lo único que tenían hecho en el Reino
Unido era una pluma escolar simple, económica y colorida. La compré y ese mismo día la usé para tomar notas en mi libreta de bolsillo. Escribir
con ella es como un juego: mi mano rejuvenecida a los
años de colegio. Escribe maravillosamente.
A las 5:00 en punto me senté, enfrentando
la calle y su movimiento, en The Slug and
Lettuce, el pub que está en la planta baja del edificio donde el bisabuelo
tenía su estudio. Desde mi mesa pude contemplar el edificio de enfrente, que mi
bisabuelo debió ver a diario desde su ventana. Es la pequeña y delicada galería de
metal y vidrio que hoy mantiene, como tantos otros edificios de Manchester, su
belleza de construcción victoriana.
Era el lugar ideal para pasar mis últimas
horas en la ciudad.
Estuve allí el tiempo que me demoré en tomarme lentamente mientras escribía una de las tantas estupendas cervezas—pale ales, dark ales, stouts—que consumí en Inglaterra. Al terminárseme, eché de nuevo a caminar, esta vez en las calles otra vez poco transitadas del final del día.
A la hora de cenar enfilé hacia uno de los pubs más aclamados, el Old Wellington. Estaba, por cierto, lleno y demasiado alborotado.
Estuve allí el tiempo que me demoré en tomarme lentamente mientras escribía una de las tantas estupendas cervezas—pale ales, dark ales, stouts—que consumí en Inglaterra. Al terminárseme, eché de nuevo a caminar, esta vez en las calles otra vez poco transitadas del final del día.
A la hora de cenar enfilé hacia uno de los pubs más aclamados, el Old Wellington. Estaba, por cierto, lleno y demasiado alborotado.
En cambio, a unos pocos pasos, varios pubs también antiguos y tradicionales se veían menos concurridos. Encontré mesa en The Crown and Anchor y odené un ale local y, en honor a una tradición familiar, un Steak and Kidney Suet Pudding que, aunque un poco diferente al de casa, me volvió a un tiempo muy anterior y muy distante como sólo la comida familiar puede hacerlo.
Misterios del paladar.
1 comentario:
Te felicito por una serie de bellos relatos y excelentes fotografías de una experiencia única, especialmente cuando ésta está conectada con algún ancestro tuyo, acontecimiento que la hace más íntima.
Entiendo perfectamente ese sentimiento que levemente desgarra el corazón cuando es hora de marcharse de tan espiritual vivencia, ya que lo he sentido en repetidas ocasiones… pero uno se acostumbra a parpadear rápido y tragar saliva dos veces para no dar a conocer nuestro escozor interno y así despedirnos con una sonrisa.
Gracias por compartir con nos tan personal evento.
El barón
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