El artificio de la escritura / The artifice of writing


miércoles, 24 de junio de 2015

Reporte de viaje: 1. Primer día

La experiencia de viajar en avión a un país muy visitado convence a cualquiera de que somos ya demasiados los viajeros y que los aeropuertos y las empresas aéreas y de transporte colectivo en tierra son verdaderos rompecabezas cuyas piezas se ajustan no siempre tan fácilmente como se espera. Es admirable, por cierto, cómo el número enorme de pasajeros--muchos de ellos con inverosímiles cantidades y tamaño de equipaje--obtiene su tarjeta de embarque, entrega sus maletas, pasa por el control de seguridad, se embarca en el avión correspondiente, vuela millares de kilómetros, llega a su destino y consigue entrada en el país extranjero, todo esto sin demasiadas complicaciones.

El sistema es complejo y en cualquier momento puede fallar por un mínimo detalle, como lo comprobé al momento de entregar mi maleta usando el sistema que permite conseguir automáticamente la tarjeta de embarque.

Una empleada de la línea aérea iba llamando a los pasajeros a medida que le llegaba la información suplida por cada uno de nosotros en la consola de autoservicio. Creí, entre el ruido de tanta tensa actividad humana, oír mi nombre y al ir a entregar mi maleta--diminuta en comparación con la mayoría de las otras--un tipo tamaño extra grande se abalanzó con dos maletas, también voluminosas, en respuesta al llamado. Por suerte la información que la empleada tenía se refería a sólo una pieza de equipaje: la mía. Pero como el nombre de ambos, el mío y el del otro--un australiano al parecer, por cómo hablaba--sonaba igual, nuestros equipajes se habrían confundido de no haber yo insistido en que era a mí a quien había llamado. No tuvimos tiempo ni interés en averiguar cuan parecidos eran los apellidos y cada cual se fue a lo suyo.

Pensé supersticiosamente que el viaje comenzaba con un primer contratiempo que hacía temer una serie de ellos de ahí en adelante. Por suerte fue el único y no alcanzó a causar ningún problema.


No se puede decir que lo que me sucedió ya en Londres haya sido un verdadero contratiempo, aunque en otro lugar probablemente me hubiera causado un mal rato. Sucedió al tomar yo el tren para Manchester.

Gracias a la sugerencia de un colega inglés me había informado de cómo llegar en tren desde el aeropuerto de Heathrow a Manchester. Apenas pasado el control de pasaporte y sacado dinero de un cajero automático seguí las señales que indicaban la estación del underground, compré un pasaje, tomé un tres casi vacío que en la hora y minutos que tomó en llegar a King's Cross-St. Pancras Station, (que no salió bien en la foto por el contraluz, el apuro y el hecho de que usé el teléfono por no cargar una cámara) se fue llenando en las varias estaciones del recorrido.

Fue el primer encuentro con la multitud, que ya no dejó de estar presente en todas partes. A pesar del ajetreo de tanta gente los letreros hacen fácil encontrar la información necesaria para llegar a donde uno vaya. Por evitarme andar por los recovecos del underground con mi maleta, salí a la calle, o mejor dicho a la explanada de las dos estaciones, donde impacta inmediatamente la escultura de Moore y el edificio monumental de St. Pancras en ladrillo y piedra amarilla.

No tuve que caminar mucho para llegar a la estación Euston. En el trayecto se pasa por la biblioteca de Londres, un construcción moderna que anoté en m mente como un punto que visitar y que pasé de largo en mi apuro por tomar el tren al norte. En esos pocos pasos por una calle de Londres gocé del encanto de la ciudad que visitaría más calmadamente dentro de unos días.

Al no ver la estación le pregunté dónde estaba a un señor que como yo tiraba de una maleta con ruedas y esperaba la luz verde para cruzar la calle. Como lo comprobaría varias veces de nuevo en mi visita, me indicó con increíble amabilidad que estaba casi al frente nuestro medio escondida por los árboles de la plaza que tiene al frente.


Los trenes a Manchester salen casi cada media hora y pude tomar uno que partía en cinco minutos. Fue en el apuro de no perderlo y siguiendo la indicación de un empleado de la estación que me subí sin saberlo a un carro de primera clase. Me admiré de la calidad del tren y pensé que Inglaterra tiene trenes estupendos.

Me senté en una butaca incomparablemente más cómoda que el asiento del avión en que había sufrido la tortura trasatlántica listo a gozar del viaje de unas dos horas hasta mi destino.

Partió el tren y para mi sorpresa pasaron ofreciendo café y té. Opté por este último y llevaba bebido un tercio de la taza cuando apareció una mujer revisando los boletos. Le pasé el mío e inmediatamente me indicó muy amablemente y sin ningún reproche que estaba en el carro equivocado, que tenía que cambiarme al de segunda clase.
Así lo hice.

En segunda clase viajaba más gente, pero no tanta como para no poder darme el gusto de ir cómodamente sentado junto a la ventanilla mirando el paisaje del campo inglés--verdísimos en esos días de fines de primavera, con prados de flores amarillas y con amapolas, digitales (foxgloves) y otras flores dispersas--sus poblados y granjas.


                                           
En Manchester el tren llega a Piccadilly Station. Mi hotel estaba en Piccadilly Gardens a unos pocos pasos caminando hacia el centro de la ciudad.

No era un hotel de lo mejor y aunque estaba localizado en un punto en que se me hacía muy fácil llegar a todas partes a pie, el sector céntrico de Piccadilly Gardens--que fue un jardín hasta la década de los 80--es algo turbio y con demasiada actividad.

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