Todo texto es anónimo
Todo texto tiene un autor que una razón habrá tenido para escribirlo y lo escribió como algo propiamente suyo: su creación.
Para el buen lector, sin embargo, no debiera importar tal autor ni las razones, buenas o malas, que tuvo para escribir lo que gusta y se admira. Porque el auténtico lector se enfrenta al texto como obra de arte completa en sí misma y en gran parte ajena a las circunstancias personales del que la ha creado. A este lector le tienen sin cuidado la persona del autor y los chismes que hablen de su vida cotidiana. Frente a la obra el autor importa poco.
La literatura, su historia, debiera referirse solo a los textos y no tendría que tomar en cuenta para nada a sus autores y sus biografías noveladas.
Homero, por ejemplo, es una invención, un nombre inventado para justificar dos textos enormes que no requieren de un autor para justificarlos. ¿Y no se ha dudado sobre la identidad de Shakespeare? Muchos son los textos anónimos que nada pierden con serlo.
Toda gran obra es, en esencia, anónima porque todo auténtico escritor trasciende los límites de su persona. No por nada los clásicos hablaban de las Musas y todavía hoy se cree en la inspiración, en ese duende que posee al que escribe y crea.
El yo que escribe no es el yo del escritor, quien es sólo un instrumento, un medium que habla lo que el espíritu universal le dicta desde los recónditos laberintos de la difícilmente descifrable sabiduría humana.
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