Paseo
Hoy salí a caminar, después de varios días de no haberlo hecho por no sentirme bien del todo, y en vez de levantarme el ánimo con la distracción y de recobrar energías con el ejercicio, sentí la atracción pavorosa de la nada, el vértigo del vacío a mis pies.
El camino habitual, el de mi diario paseo estimulante, se me hizo de pronto desconocido: demasiado largo y dificultoso. Cada paso que daba fue un esfuerzo por no trastabillar, por no perder el equilibrio y caerme en el sendero, ahora escabroso.
Caminé a duras penas, interminablemente, atemorizado del suelo que parecía atraerme con sus grietas y su empedrado como de lápidas marmóreas.
Creí oír que un ave escondida entonaba en un silbo burlón, ominoso, repetido, un "memento mori" espeluznante, de retablo medieval carcomido de polilla.
Caí en la cuenta de que me cansaba, de que el parque luminoso de mis paseos matinales ya no era el lugar ameno de grata arboleda que había sido hasta unos días antes; ni de que yo no era ya tampoco el mismo que solía caminarlo.
Vacilante me volví a casa sintiéndome vencido. Al querer subir la graciosa escalera labrada en la piedra viva, tropecé en algo que nunca supe había estado allí; algo que hasta ese momento no vi como lo que era: el obstáculo perturbador de la edad, el peldaño inestable que me hizo vacilar y perder el paso.
Tuve que detenerme para no caer y hube de sentarme en la piedra demasiado fría, demasiado dura, demasiado resbalosa y ondulante como un agua que desciende en tortuoso movimiento de áspid; de la que se esconde entre la yerba o se enrosca en el tronco de la encina de viejas ramas torturadas.
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