Espinos en flor
Hace unos días los huisaches (Acacia smalii) se iluminaron de su oro viejo --un espectáculo siempre admirable—bajo el esplendor de un cielo de intacto azul: supimos que la primavera estaba por llegar.
Ahora, que al dorado lo va sustituyendo el jade nuevo de las hojas con que se enciende la arboleda y uno que otro árbol blanquea su ramaje ralo o lo vuelve púrpura o rosado, estamos ciertos de que se han terminado los tersos y translúcidos días de invierno y avanzan implacables los calores, la calina sofocante, la humedad que evoca burbujeantes caldos de cultivo, tranques densos de ovas, negras aguas inmóviles bajo el mal aire, palúdicas brisas, del hervidero estival.
La primavera no es más que una fugaz huída, una ráfaga de oro en flor, un engaño más: memento mori de la rosa que, apenas en botón, sucumbe al madurar intenso de lo vivo; en cosa de un instante se abre, se marchita y se desploma. Como a la acacia, al rosal le perduran las espinas.
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