El ser imposible
Salgo de casa a caminar y sale mi yo—cómo no—detrás mío. No me deja estar solo ni un instante. Me persigue.
No hallo cómo escabullirme.
Tomo calle abajo—porque subir ya no me atrae, por exigente—sin saber todavía a dónde puedo ir que no me siga.
Es el primer día de invierno y tiene la mañana el brillo esmaltado del otoño y la tibieza todavía de un verano tardío, prolongado. Demasiado hermoso día para encerrarse en la biblioteca o en un café; demasiado fresco para sentarse en el parque—en un banco, un parapeto o el césped—y entrar en el entresueño de la lectura. Opto por caminar.
Se dice que caminar es un buen ejercicio para el cuerpo y el espíritu, es decir para el organismo. Pero sobre eso tengo mis dudas. Porque por bueno que sea estar al aire libre, sobre todo en un día como el de hoy, y observar el mundo alrededor, el yo quejoso, insatisfecho, hace del ejercicio una experiencia onerosa. Transforma el paseo por el barrio en excursión trabajosa.
Si sólo me dejara caminar en paz, olvidado de mí—mi yo—por unos minutos siquiera. Si pudiera ir por las calles sin darme cuenta de lo lastimoso de las casas medio abandonadas, de lo triste del árbol que han talado por enorme, de lo anciano del perro que llevan a tirones, del fugaz fulgor del este, de lo absurdo de querer darle sentido a cada paso y tropezón, al mundo entero, tremendo a pesar del luminoso día, de los jardines, de las palmas de fronda hirsuta, y de algún pájaro clamando a trino limpio su territorio.
Si sólo se desprendiera uno de sí mismo para ser quien no podrá ser nunca: espíritu perfecto, ingenuo, inmune, ajeno a toda realidad: ausente.
El ser imposible.
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