De la ociosa vejez
En nuestras limitadas capacidades---al menos en las mías, que no debiera hablar de otros---tendemos a repetir nuestras observaciones y volver sobre los mismos temas y las mismas cuestiones. Los mismos asuntos de interés, los mismos hábitos, las mismas situaciones nos dan la impresión de estabilidad y certeza tan necesarias para el bien vivir, especialmente al pasar del tiempo y al ir pesando cada vez más, día a día, los años de la edad, inverosímil por inesperadamente larga.
Uno de esos temas obsesivos del ocio senil es para mí, desde que mi obsolescencia laboral me ha puesto a vagar en la ciudad y a divagar sobre lo que en ella observo, precisamente, el ocio de la vejez. Este ocio que debiera ser digno, como se espera todo ocio que valga la pena lo sea. Arte esquivo, difícil y engañoso; preocupante para el que requiere dominarlo, el ocio confunde al que lo tiene y le niega el placer de gozarlo. Lo más difícil de hacer---comprende el ocioso---es no hacer nada. No hay tal "dolce far niente" del equivocado dicho.
No puedo dejar de darle vueltas al asunto al comprobar la abundancia de personas mayores jubiladas, y nada jubilosamente ociosas, que andan como perdidas y olvidadas por el mundo de los activos, esquivando su ajetreo y apuro.
Se los ve en las horas muertas de lugares públicos que frecuentan tal vez por eso que les han dicho de que para tener una vejez larga y sana, física y sobre todo mentalmente, necesitan verse con otras personas y platicar, es decir---a su juicio---, hablar todo lo que en soledad le hablarían---y le hablan---, no muy sanamente, a las paredes.
Se los ve, a quienes envejecen, buscar ese necesario---urgente---contacto humano en una variedad de actividades sociales más o menos organizadas para que se encuentren y se entretengan sintiendo que se entretienen. Y al parecer, lo hacen. Pasan, por lo menos, el tiempo, menos aburridos que estando a solas. Se aferran a los otros, temerosos del abandono, de que la tribu los olvide. Comprensible miedo cerval del gregario a la soledad y su silencio.
Así los veo yo al menos en su aspecto visiblemente desolado.
Hay algunos, sin embargo que, poco inclinados a socializar en grupo, prefieren andar a solas. o, a lo más, encontrarse con a lo más una o dos amistades y conocidos y gozar de largas, descansadas pláticas, de preferencia en algún café o paseando, sin apuro, al aire libre si el clima lo permite o, en el peor de los casos, en algún centro comercial con amplios espacios para ejercitarse caminando en círculos monótonos como animales enjaulados o mulas de una noria que se va secando.
Son los viejos independientes que dicen no temerle al lobo de la soledad y se pasean por su cuenta y a su paso por lugares menos frecuentados de otros senescentes ansiosos de trabar relaciones parleras. En la relativa quietud de la biblioteca o en el rincón asoleado de una mesa de café se asientan con la autoridad del atrabiliario sin paciencia para otros y, ajenos al mundo a su alrededor, se enfrascan en la lectura de soporísimos cabeceos, o no hacen nada, hieráticos, tal vez pensando en sus manidas obsesiones o se echan un par de breves siestas de duermevela para suplir la falta de ese sueño nocturno que evocan como una dicha del pasado.
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