Horror en Donoso
No sé qué horrible instinto me lleva a copiar, con los pelos de punta y las manos temblorosas de espanto, este fragmento de un recuerdo que José Donoso hace en su libro Conjeturas sobre las memorias de mi tribu de su experiencia juvenil como peón ovejero en la Patagonia :
"Mi misión era carnear las ovejas volcadas de espaldas pero todavía vivas, entorpecidas por el peso de su propia lana quedaban imposibilitadas para volver a ponerse en pie, y así, [no siga leyendo quien no quiere saber del horror brutal del mundo natural] hinchadas por el hambre y la sed, agitaban sus pobres patas indefensas en el aire como una débil protesta contra las gaviotas que las atacaban para devorar en carne viva sus ojos, sus lenguas, sus labios, sus párpados. Las ovejas son animales inermes, irritantes, incapaces de ahuyentar a esos pájaros voraces que en bandadas oscurecían el cielo antes de caer chillando sobre ellas, que sin proferir un balido, sin intentar una patada, se dejaban devorar vivas".
Leerlo y ver de nuevo, como en una vívida escena cinematográfica, algo que creía haber olvidado, revivió en mí esa lástima profunda, probablemente ancestral, como de espíritu reencarnado, que define hasta el día de hoy mi actitud cobardemente escapista respecto a los animales y mi disgusto por las aves y sus picos, sus ojos de saurios prehistóricos, sus alas de seres de otros orbes---incluso peores---que el nuestro.
Tendría yo unos doce años esa primavera cuando, una madrugada de domingo--los sábados teníamos clases por las mañanas--guiado por mis tíos, cazadores asiduos de tórtolas, perdices y codornices en extinción, echamos a caminar---yo con mi Sarrasqueta recibida de regalo dos días antes junto con mis primeros pantalones largos---por las colinas de un verde de esplendor recién creado en búsqueda de nuestras víctimas del viejo rito de la caza, deporte---¿es deporte tal desatino?--- para mí deplorable desde entonces.
Al alcanzar lo alto de una colina vimos cómo aves de rapiña y buitres carroñeros devoraban a picotazos, o echaban vuelo llevándolos en sus garras, los corderos que numerosas ovejas acababan de parir o estaban todavía pariendo.
Tal espectáculo bajo un cielo esplendoroso de primavera me conmovió a tal punto que en toda la jornada no pude hacer uso de mi flamante escopeta. Los disparos de los otros cazadores y sus expresiones de triunfo al vuelo interrumpido de las torcazas que caían heridas al prado idílico de ese paisaje hermoso me produjeron tal disgusto que nunca más se me pasó por la mente participar en una de las semanales excursiones de mis
tíos cazadores y ávidos devoradores de perdices en escabeche.
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